Fue violado más de 200 veces por un cura, lo perdonó y lo cuenta en un libro con prólogo del papa Francisco
La impresionante historia que vivió de pequeño el francés Daniel Pittet impactó al Santo Padre. Cómo fue el reencuentro con el abusador
"Un sábado como todos los demás entra en la catedral un sacerdote capuchino, el padre Allaz, para celebrar misa. ¿Por qué él? Ha olfateado una buena presa. Me invita al convento. Quiere enseñarme un mirlo que habla. ¡Tengo nueve años, es algo mágico! Sin tiempo de ver al mirlo, me hace entrar en su habitación. Me ordena: '¡Bájate el calzón!'. Todo discurre muy rápido. Después, me sirve una limonada. Ninguna palabra. Bebo en silencio. Me acompaña a la puerta, todo sonrisas. Me dice en voz muy baja: 'Tendremos que guardar todo esto entre nosotros'".
Así empezó todo en 1968. Durante los siguientes cuatro años, el francés Daniel Pittet, un monaguillo de ocho cuando comenzó esta pesadilla, fue violado más de doscientas vecespor Joël Allaz, un fraile capuchino de la catedral de Friburgo.
Un día, una tía abuela se dio cuenta de lo que sucedía y le impidió volver a ese lugar. Cuando fue a despedirse, Allaz lo violó una última vez y le dijo "Ya puedes irte, ya no te necesito".
Todo eso lo cuenta el propio Pittet en el libro que acaba de publicar con prólogo nada menos que del Papa Francisco. El libro se llama "Le Perdono, padre". Y es que a fin de 2016, cuando ya casi tenía terminado su libro, Pitte6, bibliotecario de 44 años y seis hijas, volvió a buscar a ese cura que lo abusó e hizo lo mismo con otros 150 menores hasta que fue apartado por la Iglesia. "Arrastraré este peso hasta mi muerte", le confesó Allaz a Pittet en ese encuentro.
"Ocurrió el 12 de noviembre de 2016. Tengo la suerte de ser un hombre abierto, y quería que en el libro estuviera el testimonio del abusador. Cuando me encontré con él, confirmé en lo que pensaba a los 11 años. Era un enfermo, un manipulador, no había cambiado. Recordaba todo lo que me hizo sufrir, pero a la vez vi a un pobre hombre, sentí compasión de él. Le regalé una caja de chocolate, que sabía que le gustaba mucho, Le dí un abrazo. Fue una experiencia fuerte", contó al sitio religiondigital.
"Cuando lo vi, comprendí que había hecho bien en perdonarle siendo un niño. Este hombre era un enfermo, estaba muy destruido. Me sentí absolutamente libre, una persona en pie, frágil pero en pie. Sé que soy capaz de hablar con las víctimas y con los pederastas. Es muy importante ayudar a las víctimas, porque la mayoría no se atreven a hablar, y el silencio mata. Yo estuve 20 años con ayuda terapéutica, con ayudas psiquiátricas, depresiones, intentos de suicidio, con distintos tipos de medicación…. No es posible salir solo de una cosa como esto. Se necesita encontrar a alguien que te crea y en quien puedas confiar".
"Yo tuve la desgracia de encontrarme con un sacerdote que abusó de mí, pero también la fortuna de conocer a cien sacerdotes que me ayudaron a levantarme. La mayoría de los sacerdotes son personas buenas y que llevan a cabo su misión de anunciar a Jesucristo", insiste Pittet hoy.
Este es el prólogo que el Papa Francisco escribió para el libro de Pittet:
Para quien ha sido víctima de un pederasta es difícil contar lo que ha sufrido, describir los traumas que todavía persisten a distancia de años. Por este motivo el testimonio de Daniel Pittet es necesario, precioso y valiente.
Conocí a Daniel en el Vaticano en 2015, en ocasión del Año de la vida consagrada. Quería difundir a gran escala el libro titulado «Amar es darlo todo», que reunía los testimonios de religiosos y religiosas, de sacerdotes y consagrados. No me podía imaginar que este hombre entusiasta y apasionado de Cristo fuera una víctima de abusos por parte de un sacerdote. Sin embargo, esto fue lo que me contó, y su sufrimiento me afectó mucho. Vi una vez más los daños espantosos provocados por los abusos sexuales y el largo y doloroso camino que espera a las víctimas.
Estoy feliz de que otros puedan leer hoy su testimonio y descubrir hasta qué punto el mal puede entrar al corazón de un servidor de la Iglesia.
¿Cómo puede un sacerdote, al servicio de Cristo y de su Iglesia, llegar a provocar tanto mal? ¿Cómo puede haber consagrado su vida para conducir a los niños a Dios, y acabar, en cambio, devorándolos en eso que he llamado «un sacrificio diabólico», que destruye tanto a la víctima como la vida de la Iglesia? Algunas víctimas han llegado hasta el suicidio. Estos muertos pesan en mi corazón, en mi conciencia y en la de toda la Iglesia. A sus familias ofrezco mis sentimientos de amor y de dolor y, humildemente, pido perdón.
Se trata de una monstruosidad absoluta, de un pecado horrendo, radicalmente en contra de todo lo que Cristo nos enseña. Jesús usa palabras muy severas en contra de todos los que hacen daño a los niños: «Pero si alguien escandaliza a uno de estos pequeños que creen en mí, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar» (Mateo, 18, 6).
Nuestra Iglesia, como recordé en la carta apostólica «Como una madre amorosa» del 4 de junio de 2016, debe cuidar y proteger con afecto particular a los más débiles e indefensos. Hemos declarado que es nuestro deber dar prueba de severidad extrema con los sacerdotes que traicionan su misión, y con su jerarquía, obispos o cardenales, que los hubieran protegido, como ya ha sucedido en el pasado.
En la desgracia, Daniel Pittet pudo encontrar también otra cara de la Iglesia, y esto le permitió no perder la esperanza en los hombres ni en Dios. Nos cuenta también de la fuerza de la oración que nunca abandonó, y que lo consoló en las horas más oscuras.
Decidió de encontrar a su agresor cuarenta años después, y ver en los ojos de ese hombre que lo hirió en lo profundo del alma. Y le tendió la mano. El niño herido es hoy un hombre de pie, frágil pero de pie. Me sorprenden mucho sus palabras: «Muchas personas no logran comprender que yo no lo odie. Lo he perdonado y he construido mi vida sobre ese perdón».
Agradezco a Daniel porque los testimonios como el suyo derriban el muro del silencio que sofocaba los escándalos y los sufrimientos, arrojan luz sobre una terrible zona de sombra en la vida de la Iglesia. Abren el camino a una reparación justa y a la gracia de la reconciliación, y ayudan también a los pederastas a cobrar conciencia de las terribles consecuencias de sus acciones.
Rezo por Daniel y por todos aquellos que, como él, han sido heridos en su inocencia, que Dios los vuelva a levantar y los cure, y que nos dé a todos nosotros su perdón y su misericordia.
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