A Bonnie Parker y Clyde Barrow no los mataron, los acribillaron. Murieron como vivieron. La pareja de criminales más mediática de la historia conquistó aura de mito. La coyuntura sociocultural los atravesó. Un país sumido en la Gran Depresión de la década del treinta había encontrado una fuente de distracción. La prensa sensacionalista construyó una historia de amor y pecado en torno a ellos. Ávida por configurar relatos apasionantes para dulcificar a una población postergada y melancólica, hicieron de "Bonnie and Clyde" una leyenda popular.
De 1931 hasta 1934 escapaban con un tendal de muerte y terror por el sudoeste norteamericano. El ex convicto Clyde Barrow lideraba una banda de Texas que robaba bancos y que en su raid delictivo arrasaba con estaciones de servicio y establecimientos rurales. La ruta era su vía más eficiente para evaporarse. Robos, secuestros, asesinatos, las noticias alimentaban el misterio por los despiadados criminales. Los hechos eran hazañas y los protagonistas, figuras impiadosas. En una publicación de fotos halladas en un escondite abandonado, descubrieron entre el horror un espacio para el amor.
Eran Bonnie y Clyde en una sesión fotográfica reveladora. Poses de ellos fumando, con distinguida elegancia natural, edulcorados con sensualidad y atracción. La pareja de criminales tenían rostro y gracia; ya tenían fama y respeto. Sus crónicas delictivas iban acompañadas de cierto glamour, estaban condimentadas con dosis de sex appeal, habían instaurado un misterioso halo de incredulidad. El terror se transformó en reverencia: eran jóvenes enamorados, intensamente vivos pero salvajemente desalmados. Huían porque no tenían paz. Eran fugitivos porque no tenían opción.
Su fama era absurda. Los curiosos devoraban sus historias y las noticias le devolvían gratitud: en las publicaciones, Bonnie lloraba y escapaba abrazada a su mascota -un conejo-, extrañaba a su madre y tarareaba las canciones de moda porque su sueño era convertirse en estrella. No estaba tan lejos. Por entonces se consolidaba una noción sobre una teórica salvación. La pareja podría quedar indultada si los enigmas se resolvían, si se entregaban.
Ante la imagen ambigua de su personalidad delictiva y seductora, Clyde le dedicó unas palabras al presidente de Ford Motor Company con fecha del 10 de abril de 1934, un mes antes de su muerte. Literal escribió: "Mientras tenga aire en mis pulmones le seguiré agradeciendo el auto tan genial que usted ha fabricado. Cuando he tenido que escapar con uno, he conducido exclusivamente Ford V8. Por su alta velocidad sostenida y su capacidad de librarme siempre de los problemas, Ford ha conseguido lo que ningún otro coche e incluso, aunque mi profesión no sea estrictamente legal, no le hará ningún daño a nadie que le diga qué gran coche tiene usted en el V8″. Firmó "sinceramente tuyo, Clyde Champion Barrow".
El delincuente había adquirido reputación de audaz y temerario conductor. Sus dotes como piloto habían significado sus latidos. Era parte de su esencia, de quién era: un asesino sin escrúpulos que robaba y mataba para escapar. Los autos y las prestaciones fueron su modo de vida: huir para sobrevivir. Clyde prefería autos ágiles, veloces, potentes de gama media, que inspiraran naturalidad. Amaba el Pontiac 603 Touring "Silver Streak" -su motor de ocho cilindros y 3,6 litros erogaba 84 CV-. E idolatraba el Ford V8 Model B -motor Flathead de 3,3 litros que entraba 85 CV-, un modelo que atravesó su vida y su muerte.
Aquel mes de abril de 1934 había sido dramático. La opinión pública ya no pudo sostener la simpatía por una pareja enamorada del vértigo y el crimen. El primero de abril asesinaron a sangre fría de dos jóvenes policías de tráfico. El seis de abril mataron a un policía y secuestraron a un comisario en Miami. La condena social y la hostilidad había escalado. El FBI preparaba un plan.
La caza de los proscriptos surcó cuatro estados. Las fuerzas de seguridad seguían las pistas de un integrante de la banda criminal que los delató. Henry Methvin había negociado la sentencia a su pena de muerte por la amnistía: a cambio debía entregar directrices e información de la pareja criminal. El 23 de mayo de 1934, en un ruta secundaria de Bienville Parish, en Luisiana, un comando de seis agentes federales esperaron ocultos que el Ford V8 Model B -esta vez sofisticado, con acabados de lujo: robado días antes en Topeka- interrumpiera su travesía. Sin mediar aviso, descargaron sus armas automáticas en la inmensidad del paisaje. Sobre la carrocería se cuentan aún 167 orificios de proyectiles. Clyde era un cuerpo que había llegado a cumplir 25 años. Bonnie, 23. Cada uno recibió más de 50 impactos de bala. El vehículo transportaba armas de fuego, matrículas de autos y un saxofón. Bonnie y Clyde habían muerto como habían vivido. Acribillados, juntos y escapando. Y convertidos en mito.
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